Desde mi infancia, la doma de caballos ha sido una pasión heredada de mi padre y abuelo, quienes eran maestros en la doma tradicional. En aquellos tiempos, las prácticas eran distintas, y fue en ese entorno donde absorbí los fundamentos de esta disciplina. Con el tiempo, mi percepción sobre la capacidad de aprendizaje y sensibilidad de estos seres magníficos se profundizó, revelándome una inteligencia y empatía posiblemente más refinadas que las nuestras. En mis años jóvenes, enfrenté el desafío de domar entre 20 a 30 caballos simultáneamente, lo cual era extenuante y a menudo, un combate de voluntades. Esto me llevó a buscar un enfoque alternativo, basado en el respeto, la amistad y un trato gentil, consciente de que la comunicación efectiva entre especies exige una disposición abierta y amorosa, incluso cuando nos resulta difícil ofrecer ese mismo nivel de atención y afecto dentro de nuestro círculo familiar. A los 16 años, mi atención se dirigió hacia caballos en las estancias que sufrían, debido al descuido y los malos tratos anteriores. Se me concedió la oportunidad de trabajar con ellos, explorando los errores pasados para hallar soluciones que restauraran su confianza. Descubrí que la paciencia, la nutrición adecuada, el tiempo y un trato amable —evitando el miedo y los gritos— eran fundamentales. Me esforcé por tratarlos como me gustaría ser tratado, con dignidad y respeto, lo que a la larga facilitó la recuperación de su confianza y simplificó el proceso de doma y adiestramiento con potros.